"Un año ha pasado desde que resonaron los disparos. Mis noches transcurren sobre el tejado del teatro. Ése es, despues de todo, el lugar al que pertenezco. El panadero que trabaja en las taciturnas horas de la madrugada, el que vino a sustituirme, no delata mi presencia y a veces incluso comparte su comida conmigo. Y es que necesito la quietud de las alturas de este tejado, tras los días interminables bajo el ardiente sol. Aún conservo mi colchón, sobre el que puedo descansar y contemplar las estrellas antes de caer vencido por el sueño. Es el lugar idóneo para reflexionar acerca de todo lo que Nelio me reveló antes de morir. Yo sé que tengo que continuar transmitiendo su historia, aunque la brisa marina sea mi único oyente. He de seguir hablando acerca de esta tierra que se hunde cada vez más en su impotencia, una tierra donde los hombres se ven obligados a vivir par olvidar y no para recordar. Es mi deber no dejar de contar mi historia, es el único modo de evitar que los sueños ardan de fiebre y mueran. Es como si Nelio quisiese extender su mano sobre la frente de la tierra y mezclar las aguas de todos los ríos y océanos con las hierbas de la señora Muwulene. La tierra se hunde, crecen en número y tamaño las bandas callejeras, bandas de niños que viven en los países más pobres de todos los que existen, los países de los niños de la calle. Mi historia llega a su fin pero siempre empieza de nuevo. Acabará al final como un tono inaudible, arropado por el eterno susurro de la brisa marina. Existirá en las gotas de lluvia que riegan la tierra reseca y hasta en el aire que respiramos. Ahora sé que Nelio tenía razón, que nuestra última esperanza está en no olvidar quiénes somos, que somos seres humanos, que nunca lograremos gobernar los cálidos vientos que soplen desde el océano aunque es posible que lleguemos a comprender por qué han de soplar eternamente.
Yo, José Antonio Maria Vaz, un hombre sobre un tejado, bajo el estrellado cielo tropical, tengo una historia que contar..."

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